Ir, venir, correr de acá para allá, la sensación de nunca acabar, la clara percepción de no dar más, la negación de que con todo no podemos y las expectativas de tener todo resuelto… ¿te suena? Seguro que sí…
Este trajín hace que la insatisfacción, la frustración y el enojo se apoderen de nuestro día a día y nos impida reconocer que hacemos lo mejor que podemos y que no siempre podemos igual. Somos seres humanos, no máquinas. Sin embargo, muchas veces nos pedimos en exceso, nos exigimos de más y nos martirizamos sin piedad.
En esta dinámica de nunca acabar, no registramos el maltrato inconsciente que ejercemos hacia nuestras partes más débiles, más vulnerables y menos robotizadas.
Necesitamos decir “¡basta!” a ese pajarito interno que nos recuerda a cada momento que deberíamos estar haciendo esto o aquello, que lo otro quedo pendiente, que no es suficiente, que no estamos a la altura de las circunstancias.
Es tiempo de dejar de engañarnos por esa sensación de “falta” que opaca el reconocimiento de nuestros esfuerzos y que nos deja la frustrante impresión de que hagamos lo que hagamos nunca alcanza. Nos cuesta tanto abrazar y reconocer nuestros logros, avances y progresos, porque siempre nos resultan insuficientes comparados con el “ideal” de lo que creemos que tenemos que alcanzar.
Cuando nos dejamos tragar por el mensaje cultural de nunca parar, no consideramos que en el apuro perdemos de vista que la vida a fin de cuentas no es una seguidilla de cosas resueltas e irresueltas. Esto no significa “hacer la plancha” y dedicarnos a contemplar cómo la vida pasa…
Se trata de encontrar un equilibrio entre la acción y la pausa, entre hacer y dejar que las cosas se hagan y que esa “concordancia” sea dirigida por una conciencia que se da cuenta que la vida no es un continuo tildar las cosas hechas.
Cuando la vida se reduce a una rutina del día a día, llega un momento en que algo dentro nuestro se vacía y se queda sin energía. Aminorar cada tanto la marcha y observar como un “testigo interno” el curso de los acontecimientos, nos ayuda a no perdernos de lo que en verdad queremos, a hacernos preguntas que nos pongan en pista cuando nos des-pistamos de la ruta elegida.
El día tiene una duración finita. Si le dedicamos al trabajo gran cantidad de horas no podemos reclamarnos estar ausentes en otros ámbitos o espacios.
Entender que no podemos desdoblarnos es un gran paso para dejar de reclamarnos y reprocharnos por lo que queda por hacer cuando elegimos por algo.
A veces, lo más difícil de conciliar es la vida laboral y la vida familiar. Se da una especie de dicotomía en la cual, las personas que se abocan al trabajo se sienten culpables de descuidar sus afectos y las personas que dedican gran parte de su tiempo a la familia, se sienten frustradas por no construir lo propio que las haga sentir realizadas.
Una vida rica es una vida diversificada y equilibrada. Por supuesto, habrá personas más abocadas a una cuestión más que a la otra, el problema es cuando en un casillero que nos importa hay “cero”: ese casillero puede ser la salud de nuestro cuerpo, nuestros afectos, una vocación relegada, amistades postergadas, la relación con nuestros hijos, el descanso y sentirse en paz con uno mismo.
Hacer espacio y buscar estrategias que nos ayuden a conciliar los aspectos que más nos importan, nos alivia y nos hace sentir en armonía. No hay mayor pérdida de energía que estar haciendo una cosa, sintiéndonos culpables por no estar haciendo otra. Saber que los casilleros fundamentales están cubiertos, que hay un tiempo y un espacio para cada uno de ellos, nos permite estar donde estamos, concentrados en cada cosa que hacemos.
Eso se llama: organización y también se llama gestionar la propia vida desde un lugar conciente, evitando dejar arrastrarnos por la corriente que nos traga con una voracidad implacable hacia excesos que nos consumen toda nuestra energía y nuestro tiempo.
Cada persona en función de sus gustos, preferencias o misión de vida, priorizará aquello a lo cual le otorga más entrega y dedicación, así como también, habrá otras personas que prefieran una vida más diversificada y distribuida en diferentes áreas de su vida.
Las primeras, tienen que aceptar que priorizar algo en particular supone dejar otras cuestiones por fuera: ser la amiga que siempre está, la hija más atenta o el hijo más presto, la madre más disponible, el padre más presente, la mujer más complaciente, el hombre más dispuesto, todo esto y más no será posible si la realización profesional es prioridad. Lo cual no está ni bien ni mal, es una elección que muchas veces va de la mano de lo que se siente como misión de vida. Aquí lo importante es hacer las paces con las “tironeadas” internas y no sentirnos culpables por lo que dejamos por fuera cuando algo que nos interesa y entusiasma gana importancia.
El segundo grupo de personas que optan por ser más multifacéticas, necesitan asumir que hay cosas que no serán hechas al cien por cien. Abarcar diferentes áreas supone distribuir el tiempo y la energía de una manera bastante distinta a la personas que eligen darle a algo prioridad en su vida.
Maneras ambas válidas de vivir la vida, y habrá tantas más como personas habitan este inmenso planeta.
Lo que no debemos olvidar…
En todos los casos, ¿qué es lo que no debemos olvidar? No debemos negar que somos apenas seres humanos, que no podemos estar aquí y allá, ni desdoblarnos, que elegir es dejar por fuera otras opciones que también quisiéramos y que no elegir es quedarnos varados o ser arrastrados por la corriente que nos lleva sin que tengamos demasiada conciencia.
Cuando no podemos decidir qué lugar darle a cada cosa en nuestra vida, no podemos estar absolutamente presentes en el momento en el que estamos porque estamos pensando en lo que estamos desatendiendo o descuidando. Hacer compatibles entre sí los aspectos de nuestra vida que más nos importan y asignar un tiempo y un espacio a cada una de esas cosas, nos alivia, nos vacía de culpa y nos vuelve gestores de una vida más lúcida y despierta.
Sabernos humanos es aprender a delegar, a tolerar la falta y la frustración, a contemplar las emociones que nos habitan, es estar dispuestos a armar rutinas realistas y a considerar que no siempre (o casi nunca) las cosas salen tal como las habíamos pensado.
¿Cómo podemos vivir ahorrándonos estrés innecesario?
- Aprender a delegar…
A veces nos creemos omnipotentes y cargamos con demasiadas responsabilidades sobre nuestras espaldas. No queremos dejar nada por fuera ni ceder el control y terminamos desbordados por querer acaparar tanto. Delegar supone confiar en los demás aquellas cuestiones que no necesitan de nuestra exclusiva intervención. Ser humildes y no pensarnos como imprescindibles, alivia mucha sobrecarga y nos baja la soberbia de creer que todo tiene que pasar por nuestra absoluta intervención. Delegar es una capacidad, no falta de responsabilidad y presencia.
- Crear rutinas realistas…
Seguir una planificación diseñada en momentos de tranquilidad y de calma nos ayuda a ser consecuentes, a no querer una cosa y dedicar tiempo a otra. Las rutinas son decisiones ya tomadas que nos facilitan. A nuestro cerebro le cuesta mucho esfuerzo decidir qué hacer o dejar de hacer, facilitar esta tarea con un manojo de cosas ya resueltas aligera el tener que dedicar cada día a resolver si vamos o no a hacer actividad física, cuantas horas vamos a trabajar, en qué horario nos vamos a levantar, qué cosas vamos a priorizar. Las rutinas tienen fama de aburridas, sin embargo son geniales estrategias para no desviarnos de la dirección deseada. Las rutinas se tornan disfuncionales cuando están repletas de actividades que nos enajenan. Armarnos un racimo de rutinas saludables y seguirlas al pie de la letra, nos salva de quedar librados a las ganas momentáneas, que no siempre nos conducen en la dirección deseada.
- Tolerar la falta y la frustración…
Dejar un margen amplio donde quepan todas aquellas cuestiones que dábamos por resueltas y no salieron tal como esperábamos, nos ayuda a no ofuscarnos demasiado cuando las cosas se nos van de las manos. Aceptar la desprolijidad de la vida y no pretender tener todos los patitos en fila, relaja nuestras estructuras fijas y nos quita la presión de tener que estar encima de lo excede nuestro control. Tolerar la falta supone también, dejar de pretender que todo esté como deseamos para recién después sentirnos bien con nuestra vida. Aprender a ser felices y agradecidos con nuestras circunstancias, no es conformarse ni resignarse sino aprender a transitar el camino que vamos andando silbando y no con cara larga porque todavía no llegamos a aquellas condiciones anheladas.
- Contemplar las emociones que nos habitan…
No siempre nos sentimos igual, pretender poner “on” y seguir como si nada pasara cuando estamos tristes o desanimadas/os es pretender funcionar como máquinas carentes de todo sentimiento y emoción. Seguir adelante como topadora sin registro de lo que pasa en nuestro interior, tiene costos muy elevados. Nuestro cuerpo puede gritar lo que no ponemos en palabra o aquello que pasamos por alto, de la misma forma que podemos apoyar la escalera en la pared equivocada, seguir subiendo escalones y darnos cuenta al llegar al final de nuestra finita existencia que priorizamos mal o erramos el tiro por la culata.
Nuestras emociones son como brújulas internas que nos van guiando por dónde sí y por dónde no. Hacer pausas diarias e interrogarlas con inteligencia nos ayuda a sostener una coherencia entre lo que valoramos y lo que hacemos en dirección a ello.
La importancia de darle sentido a lo que hacemos
La vida no es solo correr y correr en una rueda que nunca acaba, no somos ratas de laboratorio, somos seres humanos con una consciencia para ser utilizada a nuestro servicio y en beneficio de los demás. Nos sentimos tanto mejor cuando dotamos de un sentido y de una presencia plena a lo que hacemos. Una vida interesante y que vale la pena es aquella que se vive de manera “despierta”. Esto no tiene que ver con la cantidad de cosas que lleguemos a resolver, con lo que hacemos o dejamos de ser, sino si estamos donde estamos cuando estamos haciendo algo y como hacemos lo que hacemos cuando lo estamos haciendo, con qué grado de conciencia, con cuánto corazón y buena intención. Cuando sentimos que estamos aportando a algo mayor, cuando le damos a nuestro tiempo un valor, cuando sabemos que hicimos hoy mejor que ayer o el año anterior, dejamos de movernos en una línea horizontal de acá para allá para atesorar una dimensión vertical en la que vamos ascendiendo escalón tras escalón en nuestra evolución personal. Y en cada paso ascendente la vida se contempla de manera diferente, ya no vamos como bola sin manija, ya no renegamos por tonterías ni corremos apurados bajo la creencia de que más es mejor. Aprendemos a hacer distinto cuando más de lo mismo no es el camino y tenemos los ojos bien abiertos y el alma despierta para no equivocarnos una y otra vez en lo mismo.
Cuando vayas con demasiado prisa procura hacer una pausa, respirar y mirar donde pisas. Antes de recriminarte por no hacer esto o aquello, reconoce tu esfuerzo, admite tus vulnerabilidades y no te pretendas perfecto/a, con hacer lo suficientemente bien está más que bien.
A veces podemos más, a veces menos. A veces nos sentimos cansados, otras veces llenos de vitalidad. A veces nos parece que todo va tomando forma, otras que nadamos en medio de un caos difícil de decodificar. Esto no te pasa a vos, nos pasa a todos. Es la esencia humana que se expresa de maneras a veces incierta y que intenta hacer lo mejor que puede con los recursos que tiene en cada momento. Acompañarnos con gentileza, sin exigencias ni reproches a ser cada vez mejores ejemplares humanos es la misión de vida que a todos nos atraviesa y nos convoca por debajo del correr cotidiano que a veces nos distrae de lo verdaderamente importante, de lo esencialmente significativo, al fin de cuentas…
Baja la velocidad, alivia las exigencias
Redacción: Psi. Corina Valdano