Los riesgos de la empatía. La empatía es una habilidad emocional que se define como la capacidad de sintonizar con las emociones de los demás y ponerse en el lugar del otro.
Así como la habilidad para descubrir sus necesidades y lo que determina sus sentimientos. Por lo tanto, es una competencia personal primordial para poder desenvolvernos en nuestro entorno social, pues constituye la base para el desarrollo moral. Supone habilidades como la escucha activa, la actitud de ayuda, la generosidad, la observación y la atención.
La empatía como virtud personal
La empatía posibilita la construcción de vínculos más cercanos y profundos, y enriquece las relaciones al aportar un clima de intimidad y confianza mutua. También, funciona como virtud social, favorece la puesta en marcha de organizaciones que se sostienen en el potencial empático de mucha gente que sintoniza con las necesidades de los más vulnerables.
Los riesgos de la empatía
No caben dudas de que la empatía en un recurso valioso en todo ámbito de interacción, desde el ámbito familiar, al laboral, el educativo y el contexto social más amplio, a nivel nacional e internacional.
Mucho se ha dicho de los beneficios de la empatía, pero pocos advierten los riesgos de una virtud ejercida en forma desmedida. Toda virtud puede transformarse en su contrario si se ejerce de modo disfuncional. Lo que hace de un rasgo un valor no es su cualidad intrínseca como tal sino el equilibrio y su uso funcional.
Cuando el exceso de empatía se ejerce compulsivamente y sin mediar reflexión, lejos de ser una condición, convierte al otro en un abusador y un justificador profesional de sus desgracias e inoperancias. Así, por ejemplo, una madre que comprende incansablemente a un hijo que no encuentra trabajo y lo justifica argumentando el contexto social desafortunado, estará sosteniendo eternamente a un “vago” en lugar de movilizarlo y empoderarlo.
Del mismo modo, en la actualidad vemos casos de mujeres que toleran y comprenden demasiado las agresiones de una pareja que argumenta que cambiará. Embriagada por su incondicionalidad, por su capacidad de comprender y de dar de más, justifica, espera, sostiene y extiende un vínculo agresivo que solo podrá deshacerse si quien siempre empatiza, de repente sintoniza con su capacidad de enojarse y puede decir firmemente “punto final, esto llegó hasta acá”. Pues no debemos perder de vista, que hay una empatía que tiene que ser ejercida hacia nosotros mismos. Comprender a otros no supone desatender las emociones y sentimientos que nos son propios. Y si por comprender a otros, nos olvidamos de nuestro cansancio y de nuestro dolor, nos estamos empobreciendo más que ejerciendo una condición.
La empatía no debe dejar fuera nuestra capacidad de decir “no”, de corrernos de una situación en la que hemos dado sin tener retribución, de enojarnos cuando los límites fueron flanqueados y los acuerdos anulados.
A nivel social, la empatía mal ejercida puede prolongar y profundizar situaciones de miseria poblacional y malestar cultural. Cuando la sensibilidad se ejerce sin contemplar la naturaleza del problema real, puede caerse en un asistencialismo que no hace más que perpetuar y anclar una eterna desigualdad. Poder discernir entre la necesidad y la comodidad requiere de audacia y serenidad para observar más allá de lo aparente y circunstancial. Somos un país tremendamente empático ante la adversidad y la emergencia, pero también nos hemos acostumbrado a ver debilidad donde hay capacidad de trabajar. Es por ello que queriendo ayudar quitamos la posibilidad de que mucha gente asuma su poder y puede resolverse la vida dignamente. La empatía social que desvirtúa en asistencialismo sin más…más que ayuda, es intensificar un malestar y generar resentimiento social, en quienes no logran salir de donde están.
La empatía personal y social deben ejercerse con conciencia y responsabilidad. Debe empoderar y no debilitar, contener pero no sostener, comprender pero no justificar la infértil pasividad y la comodidad de “dejarse estar”.
La empatía bien entendida ha de resguardar a quien la ejerce y a quien la reciba.
Quien la ejerce, no debe olvidar su capacidad de enojo funcional, la puesta de límites claros y sus propias necesidades ante la demanda a veces abusiva de quien está del otro lado.
Quien la recibe, debe estar atento a no instalarse en la victimización y en la eterna justificación de la inacción. No excederse de la dadivosidad ajena es posicionarse con dignidad y buscar soluciones donde únicamente se ven problemas. Tomar conciencia y pasar a la acción es cuidarnos de nuestra tendencia a buscar siempre soluciones afuera.
Ser agradecidos, es no dar por hecho que los demás tienen la obligación de dar y estar de manera incondicional. Naturalizar esa función nos sumerge en una posición de eternos necesitados en busca de protección y contención.
La empatía ejercida desde la madurez emocional libera, no esclaviza a los demás a estar siempre en el mismo lugar. Esta virtud es reconocida como tal cuando su utilidad resulta beneficiosa y constructiva. Cuando se ejerce en su justa medida y cuando acontece en un contexto de crecimiento y expansión ya sea a nivel personal o bien en un contexto de alcance social.